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viernes, 24 de mayo de 2024

"THE WALKING DEAD" CON BORIS KARLOFF: EL OTRO FRANKENSTEIN

     

Antes de The Walking Dead, la serie, ya estuvo esta The Walking Dead (1936) que dirigió Michael Curtiz y protagonizó Boris Karloff. 

                                                 El otro Frankenstein. 

    Intento de la Warner de mojar pan en el guiso de monstruos de Universal Studios, productora que acababa de ganarse tres estrellas Michelin de la gastronomía del horror cinematográfico y de paso se había forrado la faltriquera con La novia de Frankenstein (1935), reclutando a "el Karloff" para que volviera a ejercer de resucitado con cara de pocos amigos. 


A los de Warner se les ocurrió que era una brillante idea fusionar la fábula modo Frankenstein con sus exitosas peripecias de gánster y que así habían descubierto la pólvora. 
Pero tampoco fue para tanto. 
Pusieron a dirigir el asunto a un Michael Curtiz al que se le daba mejor hacer funcionar el florete y las cabriolas románticas del pirata Errol Flynn con Olivia De Havilland en El Capitán Blood (1935) que meterse en guisos de miedo, así que se sacó el asunto de encima como si le quemara tocarlo. 
Lo que viene siendo en 18 días de rodaje y con una falta de pasión que se reviste con insolencia de fría eficacia narrativa sin complicarse la vida. 
Traducido: a tomar viento toda la puesta en escena inquietante, el juego -y el jugo- con las luces y sombras y los decorados practicado con pericia y talento en las producciones de Universal por gente más adicta y entusiasta del género como Tod Browning y James Whale, director de las dos primeras películas de Frankenstein.






Hay algunos planos curiosos para que Curtiz pueda dejar claro que anda por ahí mirando por el objetivo de la cámara en lugar de pasarse todo el día leyendo la hoja parroquial de la iglesia de su barrio en Budapest, donde había venido al mundo en 1886 con el nombre de Manó Kaminer. 




El resto alarde de mimetización de la herencia del expresionismo alemán pasada por el filtro blanco descafeinado de los artificios hollywoodienses...


... falta de granujería para montar el suspense que incluso exhibe la inoperancia del ejecutante para aprovechar una ocasión obvia de implicar al espectador en la intriga jugando la información (otro que no tomó apuntes en clase el día que Alfred Hitchcock se pasó a explicar las claves del asunto). 
A ver, llevar a la enfermera de la puerta al biombo con sombra incluida para marcar que al otro lado del biombo hay sorpresa, vale. 



¡Pero enseñarnos luego la cama vacía del protagonista que se ha largado a dar una vuelta en plano general y antes de tiempo, sin corte, muy mal!



Falta ahí algo: 1.- Jugando con el plano secuencia, un movimiento de cámara que siga a la enfermera de espaldas hasta la ventana desde el biombo preparando y potenciando el momento de mostrar la cama vacía. 
2.- Tirando de montaje jugar con el corte y organizar en edición el efecto de sorpresa, algo que ciertamente era menos habitual a principios de los treinta, sobre todo antes de que Orson Welles le diera una patada a la caja de herramientas del lenguaje cinematográfico en su Ciudadano Kane (1941). 
De otro modo queda todo muy plano, poco interesante y con el espectador convertido en mueble secuestrado en la butaca sin participar en el asunto. 
Eso sí, Curtiz le da algo más de vidilla al ritmo del asunto cuando se hincha a meter zoom in y zoom out e incluso articula una transición curiosa para acelerar el tiempo asociando el zoom in al zoom out con fundido encadenado en medio, sacando del plano al abogado corrupto, antagonista principal, para meter en el plano siguiente al fiscal íntegro. Pero como lamentablemente eso no sirve más que para acelerar la narración con una transición y jugar la elipsis sin respaldar contenido alguno, es como echarle margaritas a los gorrinos. 
El trabajado movimiento de péndulo entre la corrupción y la honestidad, el crimen y la ley, queda privado de contenido y por tanto no va a ningún sitio. 







Al menos Curtiz le da unos cuantos primeros planos a Boris Karloff para demostrar una vez más que con muy poco y una sola mirada este señor era capaz de decir mucho, dentro o fuera del terror, por ejemplo en toda la secuencia en la que está esperando que se lo lleven a la silla eléctrica para pagar por un crimen que no ha cometido, lo cual no deja de encerrar una tibia y quizá incluso accidental pincelada de crítica a la pena de muerte. 



Lo peor es un desenlace que encadena muertes ridículas y una venganza-no venganza que intentas al mismo tiempo salvar la ética del protagonista y ejecutar a los antagonistas de la manera más absurda y estúpida posible, invitando a la carcajada. 
Cada muerte es puro esperpento. 
Pero tiene dos momentos míticos para los coleccionistas de cine freak. 
La presentación del mecanismo Lindbergh para mantener latiendo el corazón de los pacientes durante una intervención quirúrgica (no es broma: es real). 

Y el plano de lo que claramente parece una radiografía en la que el corazón del protagonista vuelve a latir, una delicia para toda horda gritona de espectadores frikis reunidos en cónclave para pasarse un rato de cachondeo a costa de lo que pasa en la pantalla en cualquier festival de cine de serie B a la serie Z. 
¡Esto sí es una Corazonada y no la de Francis Coppola!










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