En los últimos tiempos he llegado a la conclusión de que la vida hay que pasearla más que vivirla.
Pasearla significa para mí vivirla a un ritmo más relajado y contemplativo, así como de paseo. Esto permite que cuando algún o alguna imbécil tóxico o tóxica -algo que en un momento u otro podemos ser cualquiera de los integrantes de nuestra especie, el que escribe esto incluido, por supuesto-, se cruza en tu camino para desgraciarte el día, por pura maldad, por sus puñeteros miedos y complejos, que no tienen por qué ser los tuyos, o por pura incompetencia, que es peor que todo lo anterior, simplemente paseas la situación, esto es: no le haces ni puñetero caso.
Pasear la vida significa que cuando tú mismo, en uno de esos alardes de imbecilidad que te caracterizan como ser humano y por lo tanto falible e imperfecto que eres, decides sabotearte, las más de las veces porque eres un perro que se aburre y muerdes lo que tienes más cerca, esto es, tú mismo (solo el ser humano puede ser tan gilipollas), dejas pasar la ocasión de comportarte como un reverendísimo masoquista y te mandas a freír puñetas.
Pasear significa inmunizarte frente a todo aquello que te saca de tu paseo relajado y contemplativo a base de mirar lo que nos rodea con un saludable escepticismo y no poco cachondeo, porque en esencia somos todos bastante ridículos, cuando no peligrosamente contradictorios o autodestructivos.
Así que intento pasear más la vida y cabrearme menos. No siempre lo consigo, pero vamos mejorando.
Y es así como el otro día me fui a pasear por una exposición sobre lo cursi, y entre mucha novela barata y no poca sensiblería decadente y castradora de postales románticas conservadas en bolas de alcanfor, imágenes en las que las flores en realidad son, como los fuegos artificiales en Atrapa un ladrón de Alfred Hitchcock, una alegoría de cópula bastante descarada, me tropecé con esta pieza que me alegró el día más que empuñar el Magnum a Harry el sucio
Obra maestra de la cursilería siniestra, pura magia de la contradicción que nos define.
Espero que la disfrutéis tanto como yo porque es una prueba palpable de que a veces nuestra especie es capaz de revelarse plenamente como esa grieta inexplicable en el velo de la realidad.
Dos querubines sobre un cráneo. Deliciosamente grotesco, como afirmaría un cursi.