Presentada, como su autor, bajo el paraguas de malditismo, etiqueta de la que reniego porque malditos en esta vida somos todos, de un modo u otro, y además prefiero llamarla novela canalla y de perdedores, renunciando así a columpiarme en el adorno poético, que siempre me suena a justificación escapista, con pose de cigarrito a medio fumar en la boca y guitarrita llorona entre las manos, no recomiendo esta novela porque la haya acompañado el silencio, la incomprensión, la falta de puntería y criterio o la ceguera del rebaño editorial, sino porque es una novela cabrona, que te deja mal cuerpo, que se lee desde la crispación compartida con el protagonista y apretando como él los puños al comprobar que ni el cielo ni el inferno van a librarnos del lugar del que procedemos, en el que nos cocinamos como los cabrones que somos, y al que escupimos cada vez que jugamos a engañarnos pensando que todos somos iguales y vivimos en una sociedad justa.
Esta novela solo puede leerse desde la mirada del perro apaleado que disfruta recibiendo palizas. Solo puede leerse de la misma manera sadomasoquista en que la escribió su autor, desde su ira y su frustración de perdedor que asomó el hocico en la seductora y falsa industria del oropel audiovisual que fue y sigue siendo Hollywood y tras una sola cucharada de la miel de la gloria con la adaptación de Senda tenebrosa (1946, Lauren Bacall y Humphrey Bogart sometido a un repaso de chapa y pintura de su jeta y en plano subjetivo la mitad de la película), fue expulsado de la misma con una gran patada en el culo.
Goodis y los lectores somos aquí al mismo tiempo Kerrigan, el brutal protagonista roto, más cabrón y más duro que cualquier otra bestia de la novela negra, Channing, el hombre al que le gusta ser maltratado por sus parejas, Frank, el tumefacto alcohólico atrapado en un terrible momento del pasado del que apenas tiene conciencia. Los tres personajes comparten un vínculo con el autor en una metáfora de la culpa que persigue a toda la galería que habita o frecuenta la canallesca y autodestructiva calle Vernon, en la que transcurre la mayor parte de la historia.
Así que no, La luna en el arroyo no es una novela maldita, es una novela cabrona.
Tan cabrona y canalla como esencial, cuya naturaleza no nos permite dejar de leerla para escapar a cualquier otro lugar que no sea la calle Vernon, en la que todos quedamos atrapados, porque de una forma u otra todos somos hijos de nuestra propia versión de la calle Vernon.
Y si están buscando un culpable, olvídenlo. No lo hay, o en todo caso culpables somos todos.
Y no hay cucharadas de miel para ninguno de nosotros.