Érase una vez un cineasta, Samuel Fuller, que quiso hablar del racismo en Estados Unidos tomando a la comunidad japonesa-estadounidense como epicentro de su fábula, ejemplo de talento para manejar las claves más clásicas del cine negro y darles al mismo tiempo un sentido de segunda lectura de carácter social que iba ganando peso en los planteamientos argumentales del cine de género que se rodaba en Estados Unidos en los años cincuenta.
Corría el año 1959. La película se tituló El kimono rojo. Y Fuller disfrazó el asunto cubriéndolo con una capa de intriga en modo cine negro, incorporando la ciudad como personaje en las andanzas de sus protagonistas, dos policías investigando el asesinato de una corista en el barrio japonés de Los Ángeles con un pie puesto en la mirada documental y el otro en el cine negro como pantallas de humo para abordar el asunto que realmente le interesaba: a saber, las relaciones de un japonés y una estadounidense bajo la presión social de la diferencia racial.
No era territorio nuevo para un director que había llegado al cine después de ejercer como periodista de sucesos y combatir en la Segunda Guerra Mundial y ya había abordado las relaciones interraciales en películas como Corredor hacia China (1957) y el western Yuma (1957), y que había de meterse más a fondo en este tema que le interesaba como autor en una de sus últimas películas, Perro blanco (1982).
Además de sacar a el rodaje de los estudios para imponer el peso de los exteriores en su fábula de cine negro, algo que había ya hecho Fuller con gran habilidad rodando en Japón y en color La casa de Bambú (1955), el director dio muestra de su talento para decir mucho con muy poco, narrar de manera simple y directa pero al mismo tiempo haciendo al público partícipe y cómplice directo de sus reflexiones.
Un ejemplo: momento en que la fémina cuyos afectos están siendo solicitados por dos policías amigos, uno presente físicamente en el plano y el otro ausente y al mismo tiempo presente en el dibujo que ella, pintora, ha dibujado de él.
Ella es al mismo tiempo eje y punto de ruptura entre los dos amigos a punto de enfrentarse en la tensión creciente de un trío sentimental condenado a estallar en conflicto y enfrentamiento, así que Fuller la sitúa en el centro del plano entre los dos hombres. El policía de la derecha tiene ya la batalla perdida porque claramente se enfrenta a la idealización de su amigo y compañero materializada en el dibujo de ella.
Es como si Fuller estuviera aplicando un enroque en una partida de ajedrez visual, haciendo que el rey y la torre del mismo bando cambien su posición en el tablero para defenderse.
Ella, que como el espectador sabe, ya ha elegido a uno de los dos amigos que la pretenden, para a ocupar en el plano siguiente todo el interés y peso en el plano en un cara a cara con el rechazado en el que lógicamente Fuller saca del plano el dibujo del aceptado ausente.
Ella queda así sola, frente a la ya imposible vida futura rechazada con el hombre que se acaba de marchar materializada con la puerta cerrada, un camino ya cerrado, y asumiendo todos los retos que le planteará la relación con el hombre que ha elegido, representado por el dibujo y con importante peso de la sombra de ella sobre él.
Y para rematar la jugada, Fulller hace que ella se de la vuelta y salga por la puerta opuesta a la elegida por el rechazado, alejándolos definitivamente, pero al mismo tiempo con ella dándole la espalda al dibujo de su elegido, que queda finalmente solo en la habitación, lo cual expresa las dudas a las que ella todavía tiene que enfrentarse.
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