Un puñado de años antes de que a Leonardo Di Caprio le atacara un oso en El renacido, Richard Harris, que para las nuevas generaciones de aficionados al cine, o quizá ya no tan nuevas, fue luego el profesor Dumbledore de las películas de Harry Potter, se daba un paseo por la misma historia real y el mismo personaje, un trampero abandonado gravemente herido por sus compañeros de caza y exploración.
Bueno, tampoco nos engañemos, caza, caza sobre todo, expolio a mansalva de pieles, y exploración la justa para ir tirando y encontrar el camino al lugar "civilizado" en el que vender el botín, que luego la leyenda negra es para España, pero vaya tropa de cuidado este personal. El caso es que al hombre lo dejan allí tirado muriéndose solo para salvar el trasero huyendo de la tribu de nativos que les persigue con intenciones más bien poco amistosas, todo hay que decirlo.
La película se tituló El hombre de una tierra salvaje, la dirigió en 1971 Richard C. Sarafian, y le salió bastante apañada y curiosa, aunque si alguien espera un western al uso se va a llevar una sorpresa porque más que western es el dibujo de una pesadilla de renacimiento y redención del protagonista.
En la película destaca su interesante uso del paisaje que le proporciona con astucia el trasfondo épico a la historia que ésta no tiene por sus secuencias de acción, muy dosificadas, tratadas con distanciamiento, en perfil bajo y sin alardes de violencia, buscando primero la verosimilitud y no el espectáculo.
El espectáculo está en la naturaleza que van recorriendo los personajes y con la que el protagonista acaba desarrollando la capacidad de integración en la misma de los nativos americanos, todo ello expresado en una hábil convivencia de primeros planos y planos medios cortos y largos en un primer término con los grandes planos generales que habitan en segundo término.
Pero lo mejor es el trabajo de John Huston en un curioso papel de antagonista, el Capitán Henry, líder de la partida de caza definido por su empeño de arrastrarse por tierra con su barco convertido en gigantesca carreta que busca el agua pero no la encuentra ni siquiera cuando se navega sobre la nieve.
Definido ya desde el principio por ese rasgo de hombre fuera de su elemento pero que se niega a rendirse o perder poder frente a sus hombres, materializado en las hipnóticas imágenes del barco arrastrándose trabajosamente entre los árboles y los accidentes del terreno, Huston y su personaje me recuerdan el esforzado periplo del barco de Fitzcarraldo (1982) de Werner Herzog, mientras el propio Capitán Henry, que interpretado por Domnhall Gleeson es totalmente diferente en El renacido y carece de los rasgos más interesantes que le aporta Huston, se sitúa a medio camino entre el Capitán Ahab interpretado por Gregory Peck en una de las mejores películas del propio John Huston como director, la adaptación de la novela Moby Dick, y el enloquecido rebelde interpretado por Klaus Kinski en otra película de Herzog, Aguirre, la cólera de Dios (1972).
Huston tiene además un momento digno de entrar en esa colección de momentos mágicos del cine en los que la película parece conectar directamente con el espectador a través de la fugaz mirada a cámara de uno de sus personajes. Huston/Henry provoca así una descarga de poder invirtiendo el sentido natural de las cosas, pues desde esa mirada es él el que parece salir de la pantalla para desafiarnos por un segundo a intentar explicarnos su personaje, en lugar de que sea la película la que consiga arrastrarnos a lo que ocurre en la pantalla.
Huston escapa de la película rompiendo todas las fronteras del plano cuando mira a los espectadores, y resume en esa sola mirada todas las dudas y miserias de su personaje. ¿Qué buscaba con esa fugaz e inquietante mirada? ¿Hacernos saber que nos ha visto? ¿Contagiarnos todo su desconcierto y su principio de demencia?
No puedo evitar relacionar ese momento con el empeño del director en subrayar la mirada en otros planos de la película, por ejemplo cuando miramos lo mismo que mira el protagonista, entrando incluso en la intimidad de una nativa en pleno parto, lo que nos convierte en voyeurs asociados al personaje de Harris.
Y no es Huston el único que mira a cámara.
En esa misma línea, el director tiende puentes para que los personajes miren hacia fuera de la propia película, como si miraran más allá de la ficción que habitan, caso del jefe nativo en otro plano interesante para esto que estoy comentando de las miradas que trascienden más allá de la pantalla hacia nuestro mundo.
Todo ello encaja como un guante con los monólogos sin palabras de Huston convertido en sombra en el puente de su barco subrayando la soledad creciente, el aislamiento y el abandono de la vida de su personaje, que están también entre lo mejor de la película, incluso por encima de la esforzada peripecia de supervivencia del protagonista.
Hablando lo justo y apareciendo lo mínimo, creo que Huston le robó la película totalmente a Richard Harris, de modo que finalmente el personaje más interesante de la misma es su Capitán Henry, esa especie de tenebrosa versión en negativo del liderato que arrastra tras de sí una enorme pesadumbre desde su incapacidad para cambiar y adaptarse, algo que sí hace el cazador moribundo para escapar de la propia muerte.
Si el personaje de Richard Harris es un renacido, el de Huston es un muerto viviente que habita visualmente entre las sombras, tras las ramas de los árboles, apenas visible, como si se empeñara en esconderse en cada plano precisamente para estar siempre presente hasta llegar a esa enigmática mirada.
Y es que cualquier mirada de John Huston, delante o detrás de la cámara, vale más que mil palabras y que cientos de planos de muchas películas.
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