Ahora más que nunca podemos presumir de ser la civilización con más medios disponibles para comunicarnos y al mismo tiempo la más incomunicada.
Miramos con perplejidad un vacío inmenso de absoluta desconexión con nosotros mismos y con la otredad de nuestros cada vez más alejados congéneres.
Vivimos en una burbuja de desconexión perpetua de lo que somos, de lo que alguna vez quisimos ser y de quién creen que somos todos los que nos rodean.
Nadamos en la angustia de no conocernos o conocernos muy poco y muy superficialmente.
Algunos ni siquiera reconocen a ese animal asustado que cada mañana invita a al derrotismo cuando se miran en el espejo.
Son las consecuencias de formar a la gente desde el victimismo.
El barro en el que nos cocemos nos convierte en vasijas que anhelan quebrarse en mil pedazos para alcanzar su momento de gloria desde la derrota y el llanto.
Un buen día la sociedad dejó de construirnos para pelear la vida cada día, cada hora, cada minuto y cada segundo, y en lugar de eso empezó a fabricar víctimas, hordas de víctimas que se rinden antes de haber empezado a luchar.
Esa es la mejor manera de cualquier sistema para conseguir dóciles esclavos que escribirán muchas y muy bellas poesías doloridas sobre el deseo de volar, pero nunca pelearán por su legítimo derecho a desplegar sus alas libremente.
Hoy solo se fabrican pájaros llorones en jaulas de oro, mientras la falsa empatía y la complicidad forzada de postal diseñan la mueca de nuestro mundo derrotado.
La buena noticia es que cuando se pierde una guerra siempre queda la opción de iniciar la resistencia y pasar a modo guerrilla.
Así que no, la farsa no ha vencido, y de nosotros depende seguir defendiendo aquello en lo que realmente creemos.
Extiende las puñeteras alas ya y deja el llanto aparcado un rato, aunque solo sea para ver qué se siente respirando algo mucho mejor que el miedo.
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